EL SONIDO Y LA FURIA
MARTÍN CASILLAS DE ALBA
Elvira Navarro asoció a Pedro Páramo con el Perro semihundido de Goya.
Ciudad de México, sábado 2 de noviembre, 2019.– En uno de los primeros viajes que hizo a México Enrique Vila-Matas pasó el Día de Muertos en Pátzcuaro y cuando vio cómo lo celebraban, creyó “que estaba metido dentro de Pedro Páramo, es decir, en un especie de paraíso en la tierra, convertido en infierno”, tal como lo publicaron en Letras Libres en mayo del 2017.
Después de haberme encontrado con esta nota, se me ocurre que podríamos celebrar este día releyendo a Pedro Páramo, esa novela donde los muertos parece que están vivos y no al revés, como estos que vemos llegar a los panteones que parecen estar vivos, aunque, por la cara que tienen, parecen que acaban de salir de la tumba y, en procesión, van cargando flores, baldes y escobas para limpiarlas y ponerles frescos cempasúchiles.
Los veo entrar al panteón que está cerca de mi casa donde puede ver a una viuda, de no tan malos bigotes, sentada sobre una lápida con una botella de tequila, como de película, ordenando a los músicos que volvieran a tocar esa que le gustaba tanto a su marido cuando creía que era el rey. Por ahí, unos niños, desperdigados, juegan a las escondidas detrás de un arcángel amenazante que está desenvainando la flamígera, cuando me acordé de este diálogo en Pedro Páramo:
–¿Oyes? Allá afuera está lloviendo. ¿No sientes el golpear por la lluvia?
–Siento como si alguien caminara sobre nosotros.
–Ya déjate de miedos. Nadie te pude dar ya miedo. Haz por pensar en cosas agradables porque vamos a estar mucho tiempo enterrados.
Así pasa en Comala, donde hablan los muertos como Doloritas, la madre de Juan Preciado, aunque éste no sabía de qué había muerto pero creía que había sido de tristeza pues “suspiraba mucho y eso es malo, pues cada suspiro es como un sorbo de vida del que uno se deshace”.
Esos que visitan a sus muertos en los panteones no tienen nada que ver con los de Comala que se quejan, roncan y oyen ladrar a los perros; acá, los que creen que están vivos, se la pasan dando órdenes: “¡Pon el florero en ese lugar! ¡Pásame la escoba para darle otra barridita y, tú niño… no te hagas pipí sobre la tumba de tu abuelo!”
En Comala se la pasan aclarando cosas, como el que explicaba que “de no haber habido aire para respirar esa noche que hablas, nos hubieran faltado las fuerzas para llevarte y contimás para enterrarte. Y ya ves, te enterramos”.
En la novela platican sobre o bajo las tumbas, mientras que otros reflexionan, recuerdan, desean y aclaran sus muertes. Dorotea le pregunta a Juan Preciado si murió de ahogo, porque ella lo había encontrado en la plaza donde parecía más bien que se estaba haciendo el muertito “hasta que lo arrastraron a la sombra del portal, ya bien tirante, acalambrado como mueren los que mueren muertos de miedo”.
Prefiero estas conversaciones que las que escuché entre los visitantes al panteón sentados sobre las tumbas o recorriendo los pasillos, leyendo las lápidas o las cruces: nombre y fechas de nacimiento y muerte, esas que nosotros todavía escribimos abriendo el paréntesis con el año de nacimiento, seguido por un guión misterioso y un espacio en blanco, por ejemplo, (1941-), en donde antes de cerrar el paréntesis queda sin completar la fecha que corresponde a nuestra defunción, misma que van a poner aquellos que un día nos citen.
“Vino hasta su memoria la muerte de su padre, también en un amanecer como éste; aunque en aquel entonces la puerta estaba abierta y traslucía el color gris del cielo hecho de ceniza, triste como fue entonces” y, con esto, me veo recargado en ese mezquite que estaba cerca del hoyo en el panteón Belén, llorando la muerte de mi padre (o la premonición de la propia), al tiempo que bajaban su ataúd.
“Faltaba mucho para el amanecer. El cielo estaba lleno de estrellas, gordas, hinchadas de tanta noche”.