EL SONIDO Y LA FURIA
MARTÍN CASILLAS DE ALBA
De vacaciones en el rancho de Santa Bárbara (c. invierno 1950).
Ciudad de México, sábado 15 de mayo, 2021. – Con las primeras lluvias, aunque ligeras, me viene a la cabeza las vacaciones en la prehistoria de mi vida cuando íbamos al rancho cerca de Tepa donde hacíamos escala técnica en donde había una entrada espectacular con dos hileras de árboles que parecían nos daban la bienvenida. Tiene razón Octavio Paz: “la memoria es el teatro del espíritu.”
Primero llegábamos a la casa de la familia, a espaldas de la Parroquia. En la planta baja, había una tienda que daba a los portales. Tenía un mostrador de madera que olía delicioso –¡Ay, Marcel!, cuánta razón tenías. La trastienda daba a un patio en donde había dos celdas que seguramente la abuela paterna usaba para que sus hijastros se apaciguaran o para que se les pasara la cruda. Tepa es Tepa.
A un lado, la escalera de piedra, con el tercer escalón rebajado que, por eso, nos tropezábamos hasta que lo reconocíamos. Ésta desembocaba al pasillo donde la tía Raquel jugaba Conquián con el cura Reynoso que, por el gusto de vernos, nos daba un peso de plata a cada uno de los chiquillos, para comprarnos, entre otras cosas, una resortera y una daga con cacha de hueso para lanzarla, en el rancho Santa Bárbara, para que se clavara a unos cuatro metros de distancia, en el tronco de uno de los árboles que rodeaban el charco de agua, donde se bañaba el ganado.
El cura Reynoso citó un día a las madres con todo y sus hijas para seleccionar a las vírgenes que cargarían la imagen de Nuestra Señora en la próxima procesión a la Parroquia del Carmen. Lista en mano, las iba nombrando: “María de Jesús González” –decía en voz alta– y por allá, en una banca, se levantaba una chiquilla enrebozada que respondía con su vocecita medio cortada: “¡Ya yo ya!” … el cura las seguía llamando y todas le respondieron: “¡Ya yo ya!”
Las habitaciones en la casa de Tepa estaban alrededor del patio. Al fondo a la izquierda estaba la recámara donde había muerto mi abuela María: seguía oscura, porque la habían dejado como estaba desde el día que murió. A partir de entonces, mis tías se vistieran de negro, pero un día, entré y me senté en la camita iluminada por una veladora que las tías cambiaban cuando era necesario: olía rancio y, de pronto, temblaba al ver algunas sombras que se movían.
Por ahí estaba la sala en donde nos acostábamos con nuestras bolsas de dormir cerca de la cómoda de madera donde guardaban estampitas, retratos, relicarios y otros recuerdos. Dando al patio, estaba el comedor donde colgaba una imagen de un güero de pelo largo asomado a una ciudad en el desierto. Siempre había un olor a frijoles de olla, esos que nunca más he vuelto a probar y que añoraba en el invierno, cuando estudiaba en Alemania, así como, las tortillas recién hechas y las carnitas de Tepa.
Sólo nos quedábamos un par de noches antes de irnos al rancho de Santa Bárbara que, en el invierno hacía un frío que pelaba. En cuanto podíamos, tomábamos el sol para curtirnos; por las tardes, se rezaba el rosario y, a veces, nos agarraba la risa y teníamos que salir para no explotar.
Desde que nos fuimos a vivir a Guadalajara en 1952, íbamos al rancho en agosto, en tiempo de aguas, cuando las mazorcas estaban en su punto. Entonces, la tía Aurora hacía una torta de elote que era una gloria. Por las tardes, llovía fuerte, caían rayos y centellas y las tías Anita y Raquel, encendían unos cirios y se ponían a rezar por los portales esas oraciones que conocían y sabían era a propósito.
Había días que me salía a caminar sin rumbo, con un perro del rancho que me seguía. Inventaba historias, que no tenían principio ni fin, imaginando el futuro que, seguramente, no tienen nada que ver con la realidad.