Luis Farías Mackey
El verdadero poder político no opera contra el otro y su libertad, sino desde él (Byung-Chul Han), cuando el otro decide voluntariamente y sin sanciones negativas en favor de la voluntad del que manda: “Sin hacer ningún ejercicio de poder, el soberano toma sitio en el alma del otro” (Íbid).
La relación de poder es siempre algo muy complejo, nunca es mecánica ni automática; cada persona reacciona con autonomía e imprevisibilidad a una causa externa y ésta siempre viene acompañada con múltiples otras causas y despierta memorias encontradas en el individuo de carácter personal, pero también social, histórico e inconsciente. Quien es afectado por un fenómeno de causalidades externas nunca lo hace de forma absolutamente pasiva: “La complejidad de la vida espiritual provoca la complejidad del acontecimiento del poder, que no puede traducirse en una relación de causa y efecto”. Es, además, “esa complejidad lo que distingue el poder de la violencia”. Porque en toda relación por más dispar que sea, hay reciprocidad y todo poder es relación y, por ende, reciproco y complejo.
Solemos ver al poder como una relación vertical que se irradia de arriba hacia abajo, cuando en realidad es una dialéctica de carácter múltiple. El mandato deviene de la obediencia y ello entabla una serie de dependencia reciprocas entre quien manda y obedece, reciprocidades entra las que se dispersa siempre el poder.
El poder libre es un concepto de Hegel, donde quien obedece lo hace libremente, por convencimiento, por conveniencia, por cálculo, por convicción. Es un poder sin violencia, donde se dan la mano la libertad y el sometimiento. No es un poder de órdenes sino de convencimiento. Pero este poder libre parte de una intermediación profunda. Es donde acaba la intermediación entre el poder y la obediencia aparece la violencia, muere la deliberación, acaba la dialéctica e impera la verticalidad. Sin dialéctica e intermediación desaparece la libertad, porque “la violencia y la libertad son los dos extremos de una escala de poder” (Han).
López Obrador llegó al poder convenciendo, en una intermediación recíproca de alta complejidad y expectativas. Su poder, siendo alto, nunca fue omnímodo. Quizás le urgió dar un primer manotazo con la cancelación del nuevo aeropuerto meses antes de tomar posesión formal del poder, porque empezaba a sentir la dialéctica del poder y el peso de las libertades que en su intermediación principiaban a limitar y a condicionar su poder. Las pantomimas de consultas populares fueron mascaradas para representar una intermediación de poder de cabeza, donde el que verdaderamente mandaba alegaba hacerlo obedeciendo a los que en los hechos sometía y engañaba. Pero las pantomimas son de vida efímera y ahora a López no le queda más que la violencia contra la libertad y en ausencia de toda intermediación posible. López ha ido volando por los aires todos y cada uno de los puentes con los otros, hasta quedar preso y amurallado en su palacio y Cortesanos.
La reforma eléctrica, la militarización, el Plan A y ahora el Plan B, no son más que un mismo esfuerzo continuo por moverse del poder como dialéctica al poder como violencia y verticalidad: “No le quiten ni una coma”, “No me salgan con que la ley es la ley”.
Pero regresemos al poder como dialéctica, ya no entre quien manda y obedece, sino entre órganos públicos con funciones, también públicas, especializadas cuya división no responde exclusivamente a la especialización de tareas (legislativas, ejecutivas y judiciales) sino a pesos y contrapesos entre poderes como forma organizativa y política de moderar y controlar el poder en sí mismo. Así como entre quien manda y obedece se teje una intermediación compleja y dialéctica de poderes, también se engarza entre los que comparten un poder público dividido y recíproco.
Cuando por sobre la división de poderes se impone una relación vertical y unidireccional en perjuicio de la complejidad de relaciones e intermediaciones reciprocas, todos los poderes pierden, incluso aquel que cree fortalecerse con la debilidad de los demás. Por eso Montesquieu encontraba en la tiranía, la única forma de gobierno que lleva implícita su propia semilla de destrucción. En otras palabras, la división y reciprocidad compleja de poderes no debilita al poder público, sino lo fortalece.
De igual forma, así como entre el soberano y el ciudadano, cuando el primero no opera contra aquél ni contra su libertad, éste decide voluntariamente y sin sanciones negativas en favor de la voluntad del que manda; así también cuando las leyes están bien hechas entre el Ejecutivo y el Legislativo no requieren de amenazas, vilipendios, descalificaciones ni presiones ante el Judicial. Su mejor defensa es su trabajo mismo. En cambio, la violencia, así sea verbal, es el extremo del poder contrario al de la libertad.
No tengo duda que la ministra presidente Piña lo entiende e impulsa, dudo mucho que Saldívar, entendiéndolo, lo haya introyectado como convicción. Por fortuna ya han cambiado lugares. Habrá que ver cómo lo procesan y encarnan los ocho restantes. De la pasante plagiaría no espero nada.
Lo importante es entender que lo que hoy nos jugamos con la inconstitucionalidad de tu Plan B es vivir el poder como dialéctica, reciprocidad y libertad, o como violencia y sometimiento externo.