(Crónicas del encierro, Eduardo Macías, coordinador)
Por Javier Torres
En retrospectiva, queriendo encontrar al culpable que te incubó el bicho, te miras allí en la reunión de ese funeral, porque crees que alguno de los que estaban ahí pudo haberte contagiado, alguno de esos que estaban muy sentaditos, todos con cubrebocas, platicando muy juntos, tomando café, en el patio; y, de pronto, llegaste con cubrebocas y careta.
Notaste las miradas muy incisivas, muy escrutadoras. Ibas con escudos al extremo, para evitar los picotazos del bicho. Y quizá hasta hubo sonrisas y burlas reprimidas. Te imaginaste eso. No pudiste saberlo. Lo que sí viste fueron unas sonrisas marchitas por el duelo, de los que te reconocieron…
Y venga el saludo de fricción codo con codo, pa’ evitar el apretón de manos, de ese señor que se había acomodado el cubrebocas con sus dedos. Y más y más saludos de a codito.
El gentío debajo de la lona, y más allá hasta arriba de las piedras. No era cierto que solo parientes estarían en la reunión del funeral, para evitar que el bicho pudiera brincar de una persona a otra.
De los familiares nada malo podía esperarse, todos estaban sanotes. Eso creíste. Eso se esperaría…
Casi todo el pueblo se había dado cita en el último adiós del jovencito, muerto por otros males, no por el veneno del bicho.
El zaguán abierto de par en par. No se podía impedir la entrada a nadie y menos cuando iban a llorarle al amigo, al conocido, al vecino. Y también a comer, por qué no.
Sentados unos, el plato en las piernas, parados otros, saboreaban las gallinas en chile verde, y hasta sudaban algunos, por los sabroso que estaba el guiso. Y tú seguías saludando, así solo de a toquecito codo con codo, para evitar el contagio.
Y reparaste en aquél que no tenía cubrebocas quien, cuando te vio, se levantó de la piedra, una sacudida al trasero con una mano, y con la otra ya te estaba abrazando, y qué bueno que viniste, palmeándote fuerte la espalda.
Y tú con ganas de empujarlo, con ganas de decirle guarda tu distancia, no me toques, pero al amigo no se le puede decir eso, y más cuando hay mucho tiempo de no verse.
Y le seguía eufórico, quién sabe si porque te vio o porque habías acudido al funeral del sobrino; eufórico, te hablaba muy cerquita casi en la cara, y tú que querías retirarte, pero te tenía ahora agarrándote de un brazo ofreciéndote de comer, porque debes traer hambre.
Era cierto, el viaje había sido largo, las tripas chillaban y pedían a gritos comida; pero era más fuerte tu miedo de pescar el bicho, y dijiste gracias acabo de comer en el camino. Y ahora que ya te había soltado del brazo a caminar, a las excusas: al ratito nos vemos, voy a seguir saludando; en realidad buscabas alejarte del contagio.
Tus ojos veían las hileras de personas, sentadas unas en las sillas de metal, y otras, paradas. Y veías cómo a cada rato se acomodaban el cubrebocas. Y otras, de plano, se lo bajaban para respirar mejor. Y tú, con temor, pensando que alguien podía transmitirte el bicho. O ya te lo habían transmitido.
Permanecías parado. No querías sentarte en alguna de esas sillas de metal que te ofrecieron, pues sabías que en el fierro el bicho vive muy a gusto muchas horas. Y te excusaste diciendo, a quien te había ofrecido la silla, que estabas muy cansado de estar sentado, pues habías manejado por más de ocho horas.
Y de la casa del duelo al panteón. Menos mal que dijeron que cada quien se iría en sus coches o como pudieran y no caminando hasta el cementerio como se acostumbra en el pueblo; era una medida para evitar el cortejo numeroso, por las calles de esa comunidad de Puebla.
Ya adentro del coche, junto con tu familia, te sentiste a salvo del bicho. Pudiste haber metido a alguien más al auto, pero el temor al piquete maldito lo impidió.
Que solo a pocas personas se iba a permitir la entrada al panteón, dijo alguien, antes de partir la caravana de autos en el último adiós al jovencito.
Pero allá, en la puerta del cementerio, otra vez el gentío, esperando que los polis abrieran. Y tú permanecías apartado, de pie, mirando para los lados, a fin de que nadie se acercara demasiado a ti.
—Guarden su distancia, no se junten mucho —, decía un poli, mientras abría el zaguán del panteón.
Y ai va pa’ dentro el gentío, casi empujándose, sin hacer caso a las recomendaciones, a buscar el mejor ángulo para ver la fosa donde quedaría guardado para siempre el jovencito. Y tú también pa’ dentro.
Buscaste un lugar apartado de los demás, pero al cabo de unos minutos, ya tenías gente atrás, adelante y a los lados.
Y los albañiles y ayudantes espontáneos en su chamba: deslizando con una gruesa soga el ataúd en la fosa.
Y los llantos por doquier. Tú, acéptalo, llorabas en silencio, casi sorbiendo los mocos. La tristeza no sabe de buenos modales. Y mirabas cómo los que habían viajado contigo en el coche también lloraban, pero muy abrazados de los dolientes.
De ahí de vuelta a la casa, donde el jovencito vivió 22 años y había sido la reunión del funeral. Pura parentela esta vez. Solo que la familia era abundante, muy vasta. Había medio pueblo allí más los que llegaron de otros lugares, como tú. Y las tripas seguían chillando. Pedían comida a gritos.
Y pudo más el hambre que tu miedo al bicho. Y entonces, te asomaste a la cocina humeante. Muchos comensales se limpiaban los bigotes con las tortillas. Sudaban otros debido a lo caliente del caldo de pollo en chile verde.
“Ahorita le damos su plato”, dijo una mujer, que después supiste era tía del jovencito. Y, cuando te lo trajo, dijo aquí puede comer, poniendo el plato en una mesita donde había ya otros saboreando los huesitos del pollito. Dijiste gracias, voy a comer allá, señalando la otra cocina donde había menos gente.
Ai vas con tu plato. Lo acomodaste en una mesa llena de trastes, panes y otras cosas. Solo tú cabías ahí, nadie más. Estabas seguro en ese hueco, libre de algún contagio; las precauciones al extremo y más cuando te quitarías la careta y el cubrebocas, para comer a gusto el guiso humeante.
Pero, el eterno pero, empezaron a llegar que el sobrino, la sobrina, el tío, la cuñada, el amigo, cada quien con su plato en la mano, buscando acomodo en esa cocina erguida como santuario donde se exorcisan los demonios del hambre.
Un muchacho, novio de una de tus sobrinas, paniqueado igual que tú por los estragos del bicho, estaba allí, receloso; permanecía solo, al centro de una mesa grande.
Pelaba los ojos, viendo cómo se iban acomodando a su alrededor sus futuros parientes. Hizo intentos por pararse, desistió. Ni modo, lo que venga, quizá pensó. Y a comer, todos sin cubrebocas. Y las pláticas llegaron, mientras saboreaban el pollo. Y luego llegó el café calientito.
Para ese momento ya los cubrebocas habían sido olvidados en el bolso, en la mesa, o permanecían en las manos, menos donde deberían ir: en boca y nariz. Total, pura familia. Y un bicho de un familiar no se iba a atrever a incrustarse en otro familiar.
Y otro café, venía el vaso de la mano de la tía del muchacho fallecido y lo recibiste con desconfianza, pensando que en ese vaso venía el bicho; ni modo de rechazarlo, se vería muy mal; te verías muy chocante. Y pa’ dentro el cafecito. Y así, la señora, regordeta y morena, fue entregando los vasitos con café a cada uno de los parientes.
Y que llega una cajota de pan. Alguien la mandó a comprar. Y así, sin cubrebocas la mayoría, empezaron, cada uno, a meter la mano en ese cofre gastronómico escogiendo la pieza más sabrosa.
Entre sorbo y sorbo de café y las mordidas al pan, muy juntos todos ya, olvidando la sana distancia, los pariententes convivían gustosos. Para ese entonces, también tú habías olvidado las precauciones del contagio. Caíste en la confianza. Todos cayeron en exceso de confianza.
De regreso a casa, en el auto, otra vez el ritual de los cuidados para evitar que el bicho te alcanzara. A desinfectar las monedas y los tiques que recibías en las casetas de cobro en la autopista. Ni siquiera quisiste bajar la ventanilla cuando ese señor te ofrecía hamacas.
Habían planeado, tú y tu familia, pararse lo menos posible en tiendas o puestos; entre menos contacto con las personas era mejor. Pero el coche, un coche con motor debilitado ya, pedía aceite.
Y ni modo. ¿Dónde? En el Oxxo. Y ai vas. Esquivas a los clientes, para no toparlos de frente. Coges el aceite y a formarte en la fila para pagar. Y de pronto oyes una tos fuerte a tu espalda. No volteaste. Era peligroso. Podría ser que el tipo volviera a toser y aventarte el bicho de frente.
Saliste y te quitaste la chamarra, por aquello de las dudas de que el tipo de la tos fuera portador del bicho, y la pusiste en la cajuela del auto. Y les comentas el incidente a tus familiares. Y ellos te dicen que el mismo tipo les ha estornudado en las ventanillas del coche, el cual tenía los vidrios a la mitad.
Al llegar a casa, a quitarse la ropa. A bañarse. Bien limpios, libres de residuos o gérmenes del bicho. Que fastidio del viaje, por tantos cuidados para evitar ser picados por el moderno depredador.
Tres días después llegaron los primeros síntomas: dolor de garganta. Luego, en días siguientes, el dolor de pecho…
Después la dificultad respiratoria. Y el pánico. El miedo ante un desenlace funesto. Y no supiste ni dónde el bicho se incrustó en ti y en tus dos seres queridos que te acompañaron al funeral.
Sí, ir al funeral del sobrino por poco se convierte en el tuyo propio y el de tu familia completa.