Magno Garcimarrero
Nos cuenta la historia que el inodoro, tal como lo conocemos ahora y del cual tenemos uno al pie de nuestra recámara y otros cuantos, diseminados por nuestra casa, fue inventado en Gran Bretaña por un ingenioso fontanero, utilizando el sistema de sifón de agua para evitar los malos olores, habiéndose instalado el primero en los aposentos de la reina Victoria en el año de 1860.
Pero a esta tierra jarocha y bendita llegó después de terminada la segunda guerra mundial, o sea apenas hace unos ochenta años más o menos.
A los que ahora recién nos ha jubilado la patria, nos tocó en la no muy lejana infancia cruzar el patio para ir al excusado de hoyo, guiados por el aroma y alumbrados con un candil.
Como el papel higiénico tampoco había llegado, el aseo se hacía con papel de estraza en el que había venido envuelto el pan, o con periódico arrugadito y letrado. Tal vez por eso muchos abrazamos la carrera de las letras en memoria de las letrinas.
Las heces fecales no viajaban en ese entonces, donde las dejábamos caer ahí se quedaban y se iban desintegrando con la acción de las bacterias coprofágicas, insectos y tiempo.
El problema aromático se resolvía poniendo distancia entre el área habitable y el retrete; con una buena ventilación el asunto estaba arreglado.
Lo que la tierra daba volvía a la tierra: frase bíblica de miércoles de ceniza justamente aplicable a nuestros desperdicios.
La extensión o sucursal nocturna del inodoro era la bacinica que obligaba a la ceremonia matutina de la más abnegada de la casa, quien se encargaba de retirarla de abajo de la cama y llevarla a vaciar al “hoyo”.
No me explico ahora como podíamos dormir respirando los fermentos vaporosos que invadían los aposentos. Por otra parte, no había mucha gente, y la que había obraba menos que ahora.
Los ríos surcaban las ciudades cristalinos y potables; el agua, como dice la canción, se aclaraba sola al paso de la corriente.
El Sedeño era baño y recreo de las familias jalapeñas, el Carneros daba alegría al sueño con su canto a flor de calle, el lago del dique alimentaba la fábrica de hilados y tejidos con agua pura, el lago de Las Animas, era balneario de chiquillos que “pintábamos venado”; la ciudad olía a jazmines, a flor de trueno, a café tostado.
Acaso comenzaba la contaminación del aire con las estufas de petróleo diáfano y los mofles de camiones urbanos de los que sólo había dos líneas que le daban humos de gran ciudad a la Jalapa empedrada, cuyo nombre aún no usaba la equis.
Pero invadió la novelería, el drenaje indispensable debajo del excusado se convirtió en programa de gobierno municipal, no es un buen cabildo el que no se preocupa por nuestro trasero, así que más pronto que despacio el WC sustituyó al excusado de hoyo y los desechos sólidos comenzaron a viajar desde la taza del váter hasta el mar.
Los ríos dejaron de ser zonas de recreo, los lagos adquirieron aromas de retrete, el agua pasó a ser un veneno, las aguas litorales tuvieron que ser re-bautizadas año con año con la carne humana de los funcionarios públicos del ramo de Turismo y Salud, para remachar la mentira de que están limpias, en vísperas de vacaciones y asueto que aprovechan los del altiplano, para venir a las playas a darse baños de asientos.
Le hemos perdido el respeto al planeta y la consecuencia es que, lo estamos dejando igual que la vieja letrina del patio de nuestra casa, pero de tamaño mundial. Tenemos que pensar en algo que le devuelva a nuestro entorno la calidad de jardín y no de basurero.
De otro modo no seremos excusados por las generaciones que nos sucedan.