Luis Farías Mackey
Nuestro sistema político, originado por una Revolución, no se perfiló en el paciente y permisivo correr del tiempo, sino en la urgencia de un poder que se mataba a su interior, abismaba en rebeliones armadas, desgarraba al país entre jefes militares en conflicto e impedía su normalidad. Apremiaba detener los desgarres centrífugos que nos orillaban al caos y, con él, a quedar a expensas de la voracidad de las potencias que salivaban por nuestros recursos ante nuestras taras y miserias. Calles jamás pensó en la democracia y libertades ciudadanas, las rebeliones no daban respiro para ello. Vasconcelos lo había acreditado en carne propia y antes que él, Madero. Calles necesitaba meter en orden al poder desde el poder. No tenía tiempo para construir, primero ciudadanía, luego una cultura democrática y, finalmente, la paz: el próximo en la línea de asesinatos postrevolucionarios era él.
Y no sin problemas logró controlar el poder, por el poder y para “poder”; fue Cárdenas quien “pudo”, gracias a Calles, instaurar la presidencia hegemónica e, incluso con una educación cerrado y excluyente, hoy se le venera como un demócrata sin mácula. Tuvo muchas virtudes el General, pero el Ogro Filantrópico es en mucho de su personal hechura.
Pero ese modelo fue diseñado para un México premoderno, rural, agrícola y encerrado en sí mismo. Ese México desapareció urgido por la Segunda Guerra Mundial; los militares poco a poco fueron desplazados de la gobernación, la economía y la modernización del país. Ésta se hizo, otra vez, desde arriba y dejando en el olvido al México rural. La democracia y la formación de ciudadanos tampoco listaron entonces en las prioridades y agenda nacionales.
Pero lo que le sobraba al “Milagro Mexicano” de eficacia y asombro mundial, le faltaba de legitimidad y luces. Pronto, también, de lenguajes, espacios, aptitudes y prácticas de avenencia entre las novedosas expresiones contradictorias de una sociedad urbana, clasemediera y comunicada con el mundo entero. Aquel sistema hecho para que los jefes militares regionales no chapotearan en sangre con cada elección, no tenía instrumentos para concitar y concertar.
Primero fue el 68, pero para el 76 crujían ya economía y arreglo político; en el 77 se dieron los primeros pasos de apertura política, pero la administración de la abundancia pronto abandonó su senda para irse a estrellar con la crisis del 82. A partir de entonces primó lo económico por sobre todo y el responsable de lo político, marginado, hizo lo que había aprendido del echeverriato: crear una crisis para resolverla. Su nombre era Bartlett y asustó a De la Madrid con los iniciales avances municipales de la oposición en Chihuahua, gracias a la apertura de la reforma del 77. ¿Su solución?
Una contrarreforma a rajatabla: encerrar de nuevo el sistema político en una hegemonía inexpugnable y petulante, darle con la puerta en las narices a la pluralidad política aún en pañales, el fraude patriótico como consigna de gobierno, una Comisión Federal Electoral tan grandota como inservible —se acreditó la noche de la caída del sistema—, un control del control del PRI y la prostitución de la representación proporcional como cláusula de gobernabilidad. Todo y más lo hizo, pero su magia no funcionó, el candidato fue Salinas, aunque con un PRI escindido y sin operadores políticos, una Secretaría Gobernación de brazos caídos, un De la Madrid paralizado en el pánico, en la indefinición y en las depresiones; una sociedad ofendida y despierta tras el terremoto del 85 y unas oposiciones vitaminadas por las rupturas en el poder.
El hecho es que nuevamente nos entraron las prisas, ahora para convertir un sistema político de control, en una democracia plena y legitimada que borraran de la conversación política las elecciones del 88. Así se creó el IFE, a la par se fue cocinando un agente legitimador ajeno a los partidos y sus circuitos. El academismo hizo su entrada triunfal como bautizo purificador de la nueva democracia, pero los legitimadores pronto quisieron ser, además del oficiante, los bautizados, y en la feria de una democracia en microondas, a trasmano de los partidos y embozados en el apartidismo y la apolítica, estos nuevos personeros se hicieron del IFE, aprovechándose del asesinato de Colosio. Ellos, los legitimadores, no necesitaron de legitimación alguna: eran, repito, apolíticos, apartidistas, sin ambiciones de poder, prístinos, angelicales, de suerte tal que llegaron asumiéndose como la democracia misma.
¡Habíamos alcanzado la democracia, plena y legitimada!, le llamaron “ciudadanización”, por la llegada de nueve personas al Consejo General del IFE a los que se les aplicaron facultades sobrenaturales de ciudadanía y de democracia. Y como ya éramos demócratas no necesitábamos, por tanto, crear ciudadanía y menos democracia. Tareas que, además, negarían su aserto, y requerían de largo aliento, trabajo serio, comprometido y poco lucidor. Pero eso no vendía, ni los hacia brillar, ni la nueva democracia podía esperar frutos de lenta maduración, así surgió la nueva prisa y urgencia, como una nueva moda: la alternancia.
¿Qué mejor fruto de la democracia y nuestra rápida transición a ella que una alternancia épica, epónima, rápida y sin dolor? Así, nuestros detentadores y legitimadores de la democracia se dieron a la tarea, no de construirla ni hacerla verdaderamente ciudadana, sino de lograr la alternancia ipso facto, aunque ello pusiera en entredicho su papel: Ortíz Pincheti y Creel abiertamente defendieron a López Obrador, siendo consejeros ciudadanos. El segundo, incluso, fue su abogado, sin importar el catedralicio conflicto de intereses. El IFE producto de la reforma del 96 fue abiertamente inclinado a la alternancia a toda costa, sin importar pudor ni pulcritud, pero tampoco el ciudadano y menos la democracia. La nueva moda y paradigma era la alternancia ¡hoy, hoy, hoy!
Pero no sólo desde el IFE se trabajó por la alternancia, hoy se sabe que Zedillo dejó a la deriva y en la inopia al PRI y a sus candidatos, mientras apoyaba de toda forma posible a Fox y que grabó el mensaje del triunfo de Fox a media mañana del día de la elección, cuando todavía no se tenían números perfilados de su resultado; incluso que Labastida le urgió a no salir antes del IFE a cantar los resultados. Pero salió. Él, que dijo que su elección había sido legal, más no legítima, se legitimaba entonces como el verdadero padre de la democracia mexicana, sin darse cuenta que, al hacerlo, se deslegitimaba y la deslegitimaba. Pero Fox había ganado, qué más daba que se le expidiese desde Los Pinos el manto democrático y legitimador ¡presidencial!
Por cierto, los consejeros del IFE callaron esa noche como momias, cuando su gran batalla mediática había sido sacar al gobierno de las elecciones. Y tragándose su discurso, esa noche fue el gobierno quien los protegió a ellos y la elección a su cargo con el certificado de demócratas y de democracia. ¡Parajodas del destino!, diría un amigo. Finalmente, de la alternancia como nueva versión del tapado, ahora desde fuera del PRI, pero desde la presidencia, al “Haiga sido como haiga sido”, no hubo más que un paso.
Y así como llegamos a la democracia por su encarnación en unos cuantos consejeros en el IFE, llegamos a la alternancia, no como verdadero producto democrático, sino como urgida medalla de buen comportamiento, una elección de Estado y, tal vez, en pago a Estados Unidos. Se nos vendió entonces que la solución de todos nuestros males era la alternancia, Fox ofreció como solución sacar a al PRI de Los Pinos y, tras hacerlo, ya no supo qué hacer y gobernó en tándem con la “superdotada” Martita, porque para él y sus “transitólogos alternistas” todo consistió en que otro partido llegará, no para qué ni a qué. No soy enemigo de las alternancias, pero sí de su falsificación y la historia me da la razón: nada ganamos de las tres alternancias vividas desde el 2000 a la fecha, salvo descalabros y desvaríos.
Pero esa democracia, esa transición y esa alternancia no respondieron a una germinación ciudadana, ni a una cultura democrática, sino a agendas, urgencias, modas y apariencias.
Y tan es así que bastó un soplido para que ese castillo de naipes se derrumbase en el 2018. No fue necesario un gran trabajo político, ni siquiera mayor esfuerzo. Si la democracia eran unos individuos sentados en el Consejo General del, ahora, INE, bastó con ocupar esos asientos; lo mismo sucedió con el Tribunal y sus tres magistrados golpistas y amancebados, y con la Corte, prostituyendo el mecanismo de designación y lumpenizándola con la “ministra del pueblo”; y tras de ello con todo el Poder Judicial. Ya no hablemos del Congreso convertido en zoológico y congal.
Y sí, por centenas de miles salimos a marchar, pero la ciudadanía y la democracia son mucho más que marchar y como ciudadanos no supimos qué hacer más allá de marchar ni cómo hacerlo. Cuando tuvimos que salir a defender nuestra democracia, la lucha fue por el INE, cuando éste es sólo una institución que organiza elecciones —bueno, las organizaba, ya no—, en tanto que la democracia somos los ciudadanos en movimiento y, por ende, organizados, en acuerdo y actuando conjuntamente, pero eso era lo que no teníamos porque jamás lo construimos y, hoy, no sabemos ni cómo construirlo. En lugar de ello, defendimos personas y quimeras: ¡Al INE no se toca!, gritábamos, cuando no era el INE sino nuestras libertades y derechos ciudadanos los que, más que tocar, se violaban con sevicia y depravadamente.
Nuestras instituciones democráticas y republicanas fenecieron porque soñamos ser ciudadanos y democracia, pero no lo somos en los hechos ni cabalmente. “Asumimos” automáticamente la ciudadanía a los 18 años, pero nunca nadie ha hecho un esfuerzo sistémico para desarrollar en los nacionales capacidades efectivas de ejercer cabalmente ciudadanía, eso que yo llamo “ciudadaneidad”.
Tampoco fue necesario, por más que lo presuman, ganar arrolladoramente las elecciones; con un simple acuerdo insultante y emético del INE y una sentencia a modo de los tres magistrados descastados, Morena se hizo de una sobremayoría aberrante en el Congreso y de allí de la Constitución como arenero de sus juegos infantiles y sueños mojados.
Si hubiésemos formado ciudadanos y construido verdadera democracia, y no solamente haberlos aparentado, no estaríamos como estamos. Porque mientras jugábamos a que éramos ciudadanos y democracia, y colmábamos los estándares transitológicos y alternistas, los enemigos de ambos se hicieron de nuestro presente y futuro. Y, bueno, hasta el pasado nos quieren cambiar.
Y ahora, para lograr ciudadanos y democracia nos va a costar mas esfuerzo y más tiempo, si es que sobrevivimos al producto de nuestras quimeras.