(Crónicas del Encierro, Eduardo Macías, coordinador)
Por Claudia Cortés
“La Prieta” González se aferraba tambaleante del brazo de “La Güera” Rodríguez cuando salieron de una pulcata clandestina alterna a los “Los Cácaros”. No usaban cubrebocas ni guardaban la sana distancia. El coronavirus simplemente les valía gorro…
Por su andar, era inconfundible el efecto de los curados de avena y de melón que durante horas habían ingerido alegremente; las palabras las arrastraban mientras cantaban al caminar: “…tú quescribes muuy bonito/ para ti soy libro abiertooo/ scríbeme…. te necesitoo…”
Sus risas estruendosas también delataban el largo tiempo permanecido al interior de la pulcata clandestina, cerca de la famosa pulquería de la colonia Romero Rubio, ahora cerrada por el Covid-19, y ubicada en la zona nororiente de la ciudad de México, en la alcaldía Venustiano Carranza.
Los Cácaros es una de las 29 pulquerías que tiene registradas el gobierno de la CDMX, pero existen muchas más clandestinas que en conjunto mantienen viva esa tradición de consumo de una bebida alcohólica natural, misma que ha sobrevivido estoica desde la época prehispánica a nuestros días.
La fama de Los Cácaros surgió por sus inigualables bebidas derivadas del maguey, servidas al natural y en diversos curados de frutas, de algunas semillas y hortalizas, prestigio que traspasó fronteras y atrae parroquianos de diversos puntos que vienen a rendir pleitesía al dios Baco.
También venían, antes del Covid-19, a degustar los ricos tacos de cabeza acompañados de sabrosas salsas picantes y todo ello preparado al ritmo de “La Sonora Cacariza”. Un viaje de placeres al estómago y los sentidos.
La Prieta y la Güera nacieron allí cerca, en la colonia Pensador Mexicano de esa populosa jurisdicción; se conocieron y se hicieron amigas-hermanas inseparables desde que cursaron juntas el quinto año de primaria en la escuela Manuel M. Ponce. Y de allí pa’ siempre.
Pareciera que su destino estaba marcado. Las maestras trataban de separarlas de manera reiterada, pues su constante platica y sus risitas durante las clases, hacía imposible mantener la atención del grupo.
Esas niñas parece que nacieron pegadas del ombligo, decía la maestra Cuquita. Hasta el cajón de muerto van a compartir, sentenció, mientras atestiguaba cómo, pese a la distancia impuesta por castigo, pasaban los mensajitos escritos en papel con letras gordas y faltas de ortografía, de mano en mano, hasta llegar de la Prieta a la Güera y viceversa. Así era el correo o el watsap de entonces.
Los nombres de las dos menores poco importaban a sus padres, tampoco la educación. Ellos estaban más ocupados en mantener las innumerables bocas de su prolífica familia, por lo que las constantes pintas de las chicas resultaban más una bendición que un problema.
Vecinas cercanas en la ruinosa vecindad de las calles Norte 166 y China, allí vivieron su infancia y adolescencia las dos chicas que convivieron en un largo pasillo que desembocaba en una pileta rodeada de lavaderos, donde las mujeres se reunían para lavar prendas remendadas, al tiempo que desenmarañaban los últimos acontecimientos del vecindario.
Que si fulanita le ponía el cuerno al marido; que si perenganita se dejó meter mano por un kilo de huevo; que si el señor del 10 le pegó a su señora; que si los vagos asaltaron la tienda de nuevo, etcétera. Todo un mundo informativo se tejía alrededor del agua que corría constante por un drenaje maloliente pese al abundante cloro y jabón arrojado en su cauce.
Los años ochentas atestiguaron el desarrollo y crecimiento de senos y caderas en ese par de chicas que lucían sus encantos enfundados en mallas coloridas que hacían las delicias de sus jóvenes vecinos, y chavas en cuyo honor se masturbaban.
Pero los encantos de las chicas pegaron con todo en Miguel y Paco, quienes habitaban en la vivienda cinco de la vieja vecindad.
El amor floreció en sus cuerpos de manera incierta y silvestre pues nunca recibieron orientación o consejo alguno sobre sexualidad y mucho menos sabían de anticonceptivos que entonces parecían cosa del diablo.
Todo indicaba que ese par de chiquillas habrían de ser herederas directas de las señoras de los lavaderos. El patrón se repetía. Luego de un breve noviazgo, siguió el embarazo no deseado y la golpiza de los padres que al unísono sellaban un trato con los consuegros para una boda rápida en el Registro Civil de la Romero Rubio. El ritual se repetía con pasmosa exactitud generación tras generación.
Las amigas pensaban que su vida sería diferente lejos de su familia, pues el amor todo lo podía. Se vieron mudándose de la vecindad a una casa con baño propio, una estufa y un refrigerador, cuidando y educando, eso sí, a sus hijos en la Manuel M. Ponce, tal y como sucedió con ellas.
La vida parecía distinta, pero poco duró el embrujo de las recién casadas. La inmadurez se impuso y los instintos salieron a pasearse de la mano de los jóvenes quienes huyeron de las obligaciones por la añoranza de los múltiples ligues, de las cascaritas de fútbol, las tardes de cotorreo en la esquina, bebiendo una chela fría, acompañada de un malborito o de un toquecín de la buena.
El sueldo de un aprendiz de mecánico o de herrero no era suficiente para mantener una casa, así que las jóvenes madres tuvieron que arrimarse a la ya de por sí hacinada familia González, donde los sillones hacían de cama, el baño se turnaba y los quehaceres se asignaban al igual que las responsabilidades, sobre todo de las mujeres, pilares del hogar.
Ellas, las mujeres, tenían asignado el rol de atender a los hombres antes y después de trabajar, a los niños antes y después de la escuela, y a los ancianos antes de morir.
Así transcurría la vida, pero una mala mañana la tierra protestó de manera violenta y cimbró la colonia hasta hacer caer viviendas en pedazos, entre ellas la vecindad que minutos antes las dos amigas habían abandonado para ir a formarse a la fila de la lechería Liconsa.
Fueron minutos eternos de dolor que acabaron con su recién iniciada vida matrimonial.
El resto fueron historias de desaparecidos, rescates milagrosos, muestras de solidaridad, soledad y tristeza de familias incompletas. Sus familias.
Pese a los esfuerzos, ni las nuevas vidas se salvaron. Con las manos agrietadas de tanto quitar piedras y las piernas sangrantes por el aborto espontáneo después de tantas jornadas de rescate, las dos amigas ingresaron al hospital. Iban juntas, ya viudas y desposeídas una vez más.
El resto de sus historias fue la debacle ante la pobreza, la soledad, el dolor del alma, la tristeza y el desamparo que las volvieron un par de indigentes que se prostituyeron para mal comer; fueron explotadas y ganaban apenas para sobrevivir. Se asumieron como dejadas de la mano de Dios.
Los años pasaron rápido y los recuerdos se fueron borrando de manera lenta, dejando apenas un leve destello en la memoria de un par de viejas que entraban y salían de Los Cácaros, ofreciendo compañía a quien pudiera pagarles un tlachicotón, haciendo las delicias de curiosos por oírlas cantar a cambio de un curadito y en el mejor de los casos, reventarse un danzón por un taquito que mitigara su eterna hambruna.
Así, su mundo se reducía a media docena de mesas y sillas de fierro, asentadas en un piso lleno de aserrín que hacía las veces de atrapa alacrán-vomito-basura cada noche, donde la música en tandas detenía el paso del tiempo y las noticias.
Fue un caluroso día de la primavera reciente cuando una fiebre ardiente comenzó a convulsionar sus cansados cuerpos, precedida de fuertes dolores en el pecho y la ausencia de oxígeno.
Estaban solas en su mundo, mismo al que le habían negado toda entrada: ni televisión, ni radio ni celulares ni periódicos ni chismes de lavaderos, nada. Decidieron que su único mundo era la hermandad que la desgracia fortaleció.
Con esa visión como estandarte, decidieron también hacer caso omiso a los letreros pegados en las paredes de la colonia Romero Rubio, mismos que resaltaban: “peligro” o “zona de contagio” o “quédate en casa”, y omitieron la medida de usar mascarilla o mantener sana distancia y mucho menos intentaron lavarse las manos de manera continua, pues bajo el puente el mundo es diferente.
El mundo de la desgracia las unió para siempre.
Unos días después, un olor fétido y penetrante alertó a los vecinos quienes llamaron a la policía. Llegaron patrullas, ambulancias, el servicio médico forense y el ministerio público. Luego de realizar penosas maniobras, lograron sacar los cuerpos de dos ancianas que fallecieron abrazadas y solas. Ni perro tenían.
El diagnóstico médico fue contundente: Causa del fallecimiento, Covid-19.