Joel Hernández Santiago
La escena no pudo ser más dolorosa y dramática: indignante es lo menos. Se conoció el miércoles 10 de febrero aunque los hechos ocurrieron el lunes 8 en Fuentes Brotantes, alcaldía de Tlalpan en Ciudad de México. Pudo ser en cualquier otro lugar del país… En cualquier momento.
Alguien grabó el video en el que se ve a través de una ventana cómo un hombre maduro, de fuerte complexión física, golpea a una anciana que está sentada en un sillón; le asesta golpes en el cuerpo, en la cara, en la cabeza, la sacude, la levanta de sus ropas para aventarla en el sillón nuevamente; la vuelve a golpear en el rostro.
La mujer –que se llama Lorenza y que tiene 95 años–, no puede defenderse. Intenta cubrirse el rostro mientras aquel infrahumano sigue golpeándola sin piedad: presuntamente es su hijo.
Surgió la indignación nacional y mundial. Era inconcebible. Violencia extrema de un supuesto ser humano a otro ser humano. A una anciana de 95 años. Su madre.
¿Cuántos casos como este ocurren día a día en este país que dice ser amoroso de sus viejos y sus ancianos? ¿Cuántos ejemplos así en un país en el que hijos agreden a sus padres –papá o mamá ancianos–? ¿Cuántas veces muchos ancianos o ancianas son abandonados a su suerte por su familia que no quiere hacerse cargo de ellos por lo que significan de “estorbo”?
¿Cuántos ancianos o ancianas son abandonados en hospitales a los que van y dejan para su atención pero que ya no vuelven por ellos? ¿Por qué en este país en el que se supone que se venera la figura materna? Muchos de ellos o ellas son enviados a casas de asistencia pública o privadas, pero que son casas de aislamiento y en espera del punto final, lejos de lo que es su casa y del calor familiar.
El fenómeno –dicen los sociólogos- ocurre con mayor frecuencia en zonas urbanas; en ciudades; en grandes conglomerados sociales y arquitectónicos. Mucho menor que esto ocurre en las zonas rurales en donde con frecuencia la familia se hace cargo de sus abuelos-ancianos.
La escena aquella motivó a reflexionar sobre el valor, o no, del paso del tiempo en el ser humano; el valor, o no, de la experiencia acumulada; el valor, o no, del conocimiento y los saldos, pérdidas o ganancias, de una larga vida.
En el sentido utilitario de nuestros días, la edad parece ser un fracaso; un recurso innecesario; un gasto a fondo perdido: eso aunque no se diga, ocurre…
No hace mucho, cuando se debatía respecto de la falta de aparatos-ventiladores para momentos críticos por la pandemia se preguntó a la sub-secretaría de Salud federal: En caso necesario y por falta de ventiladores ¿a quién se le aplicaría entre un joven o un viejo de la tercera edad? No tuvo empacho en contestar que se le debería aplicar al joven, porque éste garantizaba tiempo; el anciano ya no. Así que, según esto, el anciano es prescindible.
En las culturas ancestrales bien asentadas, la vejez era motivo de orgullo y respeto. Ser anciano merecía todas las consideraciones porque se valoraba su fortaleza para llegar a edad suprema; su experiencia, toda vez que ésta era indispensable en la toma de decisiones; su lucidez y su conocimiento de la vida en tanto ética, moral, filosófica y humana.
A los ancianos se les consultaba –y aun hoy en comunidades de raíces y cultura ancestrales-; se les pide consejo y se les reconocen los valores del tiempo. El Senado nació así. A él llegaban los ancianos, los proveedores de ideas, de buen criterio, de seriedad y juicio: Senado es Senectum, que es Senecto, que es anciano. ¿Lo es en México?
Hoy en México, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), hay 15.4 millones de personas de 60 años o más, de las cuales 1.7 millones viven solas; el 41.4% de éstas son económicamente activas y el 69.4% presentan algún tipo de discapacidad.
Muchos de estos ancianos no tienen derechos de jubilación ni beneficios sociales. No todos tienen derechos acumulados. Algunos, mayores de setenta años deben trabajar para sustentar sus gastos y en apoyo familiar. Muchos se ocupan en la economía informal –sin beneficios sociales-; algunos de ellos lo hacen como “cerillos” en tiendas comerciales y viven de sus propinas. Ya no hay trabajo formal para ellos y son vulnerables en salud.
No hay un apoyo directo y formal por el sólo hecho de ser mayor de sesenta años; acaso el Instituto Nacional para Adultos Mayores otorga credenciales de ayuda mínima. No hay una institución que se ocupe de atender en particular a esta población que cada vez es mayor, porque el país, México, tan orgulloso de sí y de su vigor y fortaleza, tiende a envejecer, como ya se vio en el último censo de población que presentó el INEGI.
Y la violencia en contra de los ancianos –hombre o mujer- es constantes. Pero al mismo tiempo pasa desapercibida aunque puede ser de diversas formas: maltrato físico, psíquico, emocional o sexual, y el abuso de confianza en cuestiones económicas como también negligencia, intencional o no.
Falta mucho por hacer para que las instituciones de gobierno nacionales actúen en favor de los ancianos en México de forma exclusiva y eficiente; lo que es deveras necesario. Mientras tanto se ocupan de lo superfluo, como hoy se ve, en muchos casos.