* El señor Navalón -como los intelectuales mexicanos que veneran su opinión- se equivoca. La elección del Estado de México ganada por el PRI ni los resultados electorales de 2018 abrirán la puerta a la transición tanto pospuesta, porque en ninguna plataforma electoral está propuesta la reforma del Estado, y la de los gobiernos de coalición es tardía
Gregorio Ortega Molina
Analistas, columnistas y estudiosos de la política nacional se encrespan en cuanto información gubernamental es conocida primero en el exterior que aquí, pero se muestran complacientes e incluso azorados cuando la supuesta luz de la inteligencia y la comprensión iluminan, con claridad deslumbrante, los fenómenos de la descomposición social, la violencia y la nunca iniciada transición.
Ahora resulta, para intelectuales y académicos del Colegio de México, que Antonio Navalón es poseedor de la verdad revelada; descubre, para ellos, lo que muchos han diagnosticado sobre las enfermedades del presidencialismo, la decadencia profunda e irremediable del modelo político, y la necesidad de conceptuar y hacer, ya, la reforma del Estado.
El señor Navalón opina de lo que desconoce; estableció, como principio del fin, la elección de 1997, cuando el PRI perdió el control absoluto de la Cámara de Diputados. Esa afirmación es temeraria, muestra desconocer lo que aún significa el presidencialismo mexicano, lo que lo alimentó y desposeyó de ese poder casi absoluto.
En reiteradas ocasiones he sostenido que hubo un corrimiento de los factores de poder, iniciado y consolidado cuando los barones de la droga y los del dinero penetraron las estructuras gubernamentales en diversos niveles, hasta desplazar a los políticos en beneficio de los tecnócratas, y así poder dar inicio al desmantelamiento de los activos del Estado, que dieron realce y apuntalaron la figura y el poder del señor Presidente de la República.
En la peregrina idea de adelgazar al Estado para fortalecerlo, disminuyeron drásticamente la fuerza real del poder presidencial, que quedó totalmente menguada con la negociación poselectoral de 1988, y, sí, definitivamente disminuida con los resultados electorales de 1997.
¿A qué tuvo miedo Vicente Fox para no iniciar la transición, y acomodarse poltronamente en el bono democrático que le dio la alternancia, vendida como transición?
Desde entonces he sostenido, en diferentes foros y distintos tonos, que el embrujo del presidencialismo mexicano, que hoy es menos que un espejismo, sedujo de tal manera a los panistas que se sentaron en la silla del águila, que de inmediato se empeñaron en ser como esos presidentes priistas que tanto denostaron y que fueron la encarnación ideal de la dictadura perfecta.
Cuando Alfonso Romo advirtió que el señor Andrés Manuel López no iniciará una cacería de brujas, porque no hay que perseguirse unos a otros, caí en la cuenta que ese señor López quiere ser, a toda costa, lo que afirma que nunca jamás será: la reencarnación del presidencialismo mexicano total.
El señor Navalón -como los intelectuales mexicanos que veneran su opinión- se equivoca. La elección del Estado de México, ganada por el PRI, ni los resultados electorales de 2018 abrirán la puerta a la transición tanto pospuesta, porque en ninguna plataforma electoral está propuesta la reforma del Estado, y la de los gobiernos de coalición es tardía.
Vamos a la pudrición de las instituciones.
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