La vida como es…
De Octavio Raziel
En el mar, que era su tumba, Alberto caviló sobre su muerte.
¿Qué raro? Nunca había estado muerto y, claro, la sensación de la “nada” no la conocía.
¿Cómo fue que llegó hasta aquí? Sería la depresión, el miedo, el enfado, la enfermedad o la paranoia, que no eran sino fantasmas; o tal vez realidad cruel de un hombre que siente la necesidad de un descanso.
Sobre las olas del Caribe mexicano flotaban cientos de hojas con las reflexiones, las novelas, los cuentos, temas diversos que fueron fantasmas que debían ser liberados. Habría que darles forma a esos pensamientos en tipos de imprenta.
Volteó la vista hacia su pasado y se dio cuenta de que se olvidó de llevar una vida “normal”.
La última hoja que cayó al mar era el epílogo, el mensaje final, el consejo postrero para quienes quedaban atrás:
Carpe diem.
Vive la vida, en el aquí y en el ahora, pues no sabemos que llegará primero, la muerte o el día siguiente.
Alberto despertó de su pesadilla. Sudoroso, tembloroso, después de ese sueño. La adrenalina brotaba como en sus tiempos de aventurero.
Abrió sus ojos y vio que nada había cambiado. El mismo sol, las mismas sombras, los mismos sonidos y, sus sentidos, como siempre, vivos.
La calaca me pela los dientes, se dijo a él mismo. Frase tan conocida y repetida en este país donde se vive al lado de Ella.
No es cierto que quien muera de manera inesperada es por estar en el lugar y en el momento inadecuados. Sencillamente, estuvo allí cuando la última pieza del rompecabezas de su vida fue acomodada, o lo que es lo mismo: del rayo te salvas, pero de la raya nunca.
Óscar, era un gato que se hizo famoso entre los huéspedes de un geriátrico neoyorquino; se acercaba ronroneando al próximo pasajero de Caronte, ejerciendo el papel de mensajero de la parca.
Se decía que había ancianos que alejan al minino tirándole pantuflas y otros proyectiles; pero el gatito –como la muerte en la película “Macario”, con López Tarso- se las agenciaba para estar al lado de quien tiene que retirarse.
Los científicos veían con escepticismo la actitud de felino. Declararon que “el gato se las arregla para aparecer y siempre lo hace en las últimas dos horas de vida del anciano”.
Aprende a morir y aprenderás a vivir. Nadie aprenderá a vivir si no ha aprendido a morir. Son enunciados que aparecen en el manual de tanatología, con el que se supone debían ayudar a bien morir a los pacientes terminales. Sin embargo, no falta quien se arroga el derecho de decidir cuánto tiempo debe seguir sufriendo el enfermo, argumentando religión y buenas costumbres.
Los enfermos terminales tienen, en sus últimos momentos, el derecho -por primera y única vez en su vida— de decidir sobre su partida. Pero sádicamente hay quienes invocan soberanía sobre esos dolientes. Es una “obstinación irrazonable”, un “encarnizamiento terapéutico”.
El ser humano es el único que tiene consciencia que su paso por la vida tiene un final. El animal no concibe racionalmente su soledad y su mortalidad: el hombre sí.
Para los antiguos moradores del Anáhuac, el hombre estaba prestado en la tierra. A diferencia de las culturas europeas y de otras latitudes, donde el ser humano tiene un final con infiernos, cielos y otras fantasías, los amerindios estaban ciertos que visitarían por un tiempo perentorio la tierra y, luego, regresarían al lugar de donde vinieron.
La muerte, para los pobladores de estas tierras, tenía el significado positivo de la vida. Así lo seguimos teniendo en casi todo nuestro país. De diferentes formas, los mexicanos celebramos a la muerte, no sólo en noviembre, sino a toda hora.
La muerte, como una gran maestra, continuamente nos susurra al oído: Carpe diem, vive la vida.