* Lo que puede anticiparse es una feroz violencia política inenarrable, con el propósito de preservar lo que dejó de existir. Así, nada es rescatable
Gregorio Ortega Molina
Las grandes confrontaciones internas, ya sea entre grupos de poder que se lo disputan, entre delincuentes, o con el único propósito de poner orden, se producen en cuanto inmiscuyen a las familias de uno y otro bando al dirimir los conflictos.
Los romanos, durante el Imperio y también en la República, fueron cuidadosos para evitarlo. Dejaban abierta la puerta del suicidio a los infractores de la ley -siempre en la percepción del vencedor- y les aseguraban el bienestar de las familias y la preservación de los bienes, a menos de que el César o el emperador estuviera realmente deseoso de venganza personal.
En la mejor tradición romana, la mafia, la camorra y otros grupos, organizaron a sus integrantes como si formasen legiones, en las que grados y responsabilidades y eficiencia eran y son compatibles. Una de las condiciones no escritas para estar adentro, siempre fue el silencio. El que habla pierde el respeto y a su familia. Jorge Díaz Serrano lo supo bien.
Hizo de la boca cerrada una virtud. José López Portillo ni siquiera se lo agradeció. Siguió el desafuero y la sentencia desde el hotel Palace, en Madrid.
Entre capos y subordinados, en medio de una supuesta ignorancia -aunque poseedores de una tradición no escrita profunda e importante para la observancia de acuerdos éticos y morales- siempre se respetó a las familias. Impensable inmiscuir a las madres en los conflictos de interés, incluso durante las “guerras” entre clanes rivales.
Para comprender a cabalidad lo que ahora ocurre, sugiero leer El poder del perro, donde Dan Winslow narra con puntualidad, no desmentida, la cadena de sucesos que condujeron a la cruenta guerra entre familias del narcotráfico. Así se facilitó la diversificación de los cárteles, y se rompió con todos los acuerdos no escritos para llevar la fiesta en paz y con respeto.
El “desamor” entre Miguel Ángel Félix Gallardo y Héctor Luis “El Güero” Palma Salazar incluyó la muerte de esposa e hijos del segundo. El suceso es macabro. Le enviaron la cabeza de su mujer en una hielera. Desde entonces la violencia no cesa.
Lo cierto es que los mexicanos estamos inmersos en un enorme proceso de putrefacción en todos los ámbitos. Los delincuentes de toda laya, chairos o fifís, dejaron de estar comprometidos con un modelo que fue funcional y hoy todo lo entorpece. Imposible pensar en la restauración.
Lo que puede anticiparse es una feroz violencia política inenarrable, con el propósito de preservar lo que dejó de existir. Así, nada es rescatable.
Para sostener mi aseveración, recurro a Hannah Arendt, en La condición humana, donde asienta: “Pero si bien la violencia es capaz de destruir al poder, nunca puede convertirse en su sustituto. De ahí resulta la no infrecuente combinación política de fuerza y carencia de poder, impotente despliegue de fuerzas que se consumen a sí mismas… (porque) la violencia puede destruir al poder más fácilmente que la fuerza…”.
Después no nos quejemos del resultado si no levantamos, todos, la voz de alarma.
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