Mauricio Carrera
Si Estados Unidos es una gran nación, lo es por su servicio postal.
Una maravilla. Rápido, efectivo, honesto, el correo. Llega a todas partes, como el pan bimbo o los gansitos. Desde cartas hasta aspiradoras y refrigeradores, todo puede ser enviado y recibido a tiempo y en buen estado. Cheques o dinero en efectivo, sin sustraerse. Un rasgo mayor de civilización, superior a la invención del fonógrafo.
Laertes lo descubrió pronto. Las cartas llegaban siempre a su destino y nunca se perdían. Si cambiaba de dirección, bastaba con dar aviso, su correspondencia se guardaba, y cuando contaba con un nuevo domicilio, se la mandaban sin costo adicional. Así, aunque anduviera de saltimbanqui por Estados Unidos, nunca dejó de recibir noticias de Odiseo y Anticlea.
Cuando salió de Stateline con rumbo a Seattle, hizo la notificación correspondiente, y una vez que se asentó en esa ciudad de lluvia y de montañas nevadas, pidió que le enviaran su correo a la oficina postal más cercana, que resultó la del barrio noruego de Ballard.
Ya llevaba cerca de un mes en Seattle. Se la había pasado bien, aunque algo inquieto. Inquieto por estar a punto de embarcarse y temer los peligros o fatigas del viaje. Inquieto por no tener noticias de casa. Un mal presentimiento le hacía mella. Sólo lo aplacaba pensar en la razón para esa tardanza: la lejanía entre la ciudad de México y aquel rincón tan apartado del noroeste estadunidense.
Recibió carta de Cindy, la croupier que conoció en el Safeway de Stateline, pero no de Anticlea. Jamás había pasado tanto tiempo sin saber de ellos. Él, en cambio, les había mandado un par de cartas y varias tarjetas postales.
“Me voy a hacer a la mar. De centurión romano a marinero de a deveras, ¿cómo ven”, les escribió.
El día de su partida, cuando debía embarcarse, una fina llovizna se abatía en Ballard. Ya había llevado sus pertenencias personales y escogido su litera. Ya había pasado por un entrenamiento básico, para familiarizarse con el barco –Argonauta, se llamaba-, sus grúas, sus cabrestrantes, sus camarotes y sus dos botes salvavidas.
Le dijo a Chon:
-Voy al correo.
-No friegues, salimos en una hora. Si no estás, el capitán te deja.
-No me tardo…
Corrió para llegar a la oficina postal. Sus ropas se humedecieron con la fina lluvia. Cuando llegó, había una cola de varias personas y un solo dependiente que las atendía.
-¡Chinchitas! –se lamentó.
No dejaba de ver el reloj, nervioso y apurado. Cuando al fin le tocó, tras esperar un rato que se le hizo eterno, pidió su correspondencia. Mostró su identificación, el dependiente apuntó su nombre –Is that a name or a nickname?, preguntó- y desapareció para buscar lo que hubiera llegado. Se tardó.
De nuevo, Laertes veía su reloj como si de ello dependiera su vida.
-Solo una carta –la mostró el empleado postal como decepcionado.
Lo hicieron firmar de recibido en un cuaderno antes de correr a los muelles. Llegó al 5 para las doce, cuando todo estaba listo para partir. Chon y los que serían sus demás compañeros soltaban las amarras. Lo regañó con dureza el capitán, pero lo dejó subir a bordo.
-¿Valió la pena? ¿Alguna noticia de casa?
Laertes le mostró la carta. Su rostro era la de un hombre victorioso. La volvió a guardar en su chamarra y se dedicó a mirar recargado en la borda las tranquilas aguas de Puget Sound y las dos cadenas montañosas, las Cascadas y las Olímpicas, que se alzaban como murallas antes de permitir el paso al océano Pacífico. Navegaron varias horas. Laertes no se creía aún que estuviera en un barco, y menos que se enfilaran a latitudes árticas, para atrapar cangrejos en jaulas. Cenó junto con el capitán y sus demás compañeros –el copiloto, Chon y tres güeros barbudos que parecían saberlo todo del arte de la marinería en climas extremos-, café y emparedados de roastbeef. Cuando terminó, se retiró al camarote, donde se acostó y abrió el sobre.
Encontró una carta que desdobló para leerla. Reconoció de inmediato la letra menuda de Anticlea. No tenía más que unas pocas palabras.
“Odiseo se perdió. Estoy triste, desolada. Discúlpame por no haber sabido cuidar a nuestro hijo”.
Eso era todo. Ni siquiera la firmó.